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30 de noviembre de 2016

Me besaste los labios con cariño, haciéndome tiritar entre placer y agonía, pues tienes la maldita y bella costumbre de electrizarme.
Y seguiste dando besos y besos, por las comisuras y por donde te apetecía, en verdad.
Y yo, mientras, me mordía de placer al tiempo que me mirabas con hambre en las pupilas, pidiendo más.
Tanto pedías que acabé por acomodarme mientras tú me separabas, introduciendo experto tu lengua en esa cavidad húmeda y cálida.
¡Qué locura, qué movimiento!
Abandonada a la propiocepción de mi cuerpo convulsionándose, imaginando mundos de maravilla y pesadilla.
Arriba, abajo, dentro, fuera.
Ciclo interminable de espasmos bien llevados que, lejos de ser azarosos, me envolvían en una sensación de éxtasis infinito.
En el punto clave, fuiste directo a tocarme la campanilla, momento en que arqueé la espalda como un gato y gesticulé de tal forma que te apartaste para observar tal escena.
Yo, con los ojos abiertos como persianas a la aurora, con la boca entreabierta inspirando todo el oxígeno que me permitían mis pulmones, con el cuerpo dispuesto a la merced de donde me llevase tu pasión desenfrenada, estaba petrificada en medio del vacío.
Tan sólo unos segundos después, justo cuando sonreíste como un lobo, la ley de la gravedad tiró hacia el centro de la Tierra de mí, devolviéndome a un estado de cierre y relajación externo.
Decidiste entonces seguir, volviendo a pasar la lengua sobre mí y haciéndome desearte una sádica tortura.
Una y otra vez: dentro, fuera, arriba, abajo.
Ataques viperinos desprogramados de cualquier expresión negativa, que no oscura.
La oscuridad nos tenía atrapados entre la piel y el alma, agarrados por el cuello contra lo sólido y lo líquido que nos materializaba mientras el vapor se nos iba escapando contra las ventanas.
Mas ayudabas al potente músculo con las caricias interminables de tus manos, frías en contraste con el infierno que sentía arder en mí, las cuales coronan en unos dedos que se deslizaban hábiles y delicados.
Izquierda, derecha, ascensión, presión, descenso, giro interno a doble e incluso triple apéndice.
Decir que estaba drogada se quedaba corto en base a la consciencia a la que me remitías, pero se acercaba a distancias verdaderamente peligrosas por sentirme con ese mono de más, como quien consume hachís y tontea con la heroína.
Porque ese movimiento tan decidido y enérgico me convertía en líquido con sabor a hierro y sal, todo por la jodida expectación que causaban tus labios ansiosos de derretirme.
Me disponía a sincerarme con tus manos cuando decidiste desquitarte en un súbito mordisco lleno de fiereza. Y maldije el tigre que llevas dentro y tengo tendencia a liberar, aún cuando encontré la gloria en arañazos y mordiscos sin medida.
Qué deleite físico y que metástasis mental, qué conjunto más devastador me llevaba a mojarme sin que la lluvia me tocase con su gota a gota, a ser presa de la locura por una cuerda de pies a cabeza.
Ni el mejor kinbaku me hubiese dejado tan inutilizada e impotente ante el placer instintivo que me estaba llevando a explorar la mañana, y a ti a explorarme insistente por dentro.
Y yo sólo quería más -como tú-, y te pedía entre suspiro y gemido que terminases el cruel juego al que me estabas sometiendo.
Tú, por concederme el capricho, golpeaste certero en un último movimiento que me arrancó de un estado terrenal hacia Oniria donde el fuego se convertía en agua.
Entonces exploté.
Caí rendida entre tus manos y tu boca y te miré largamente, con los ojos teñidos de lujuria, sopesando si destruirte me convenía.
Y te besé.
-BlueMidnight

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